UN PUENTE, UN GRAN PUENTE, José Lezama Lima
En medio de las aguas
congeladas o hirvientes,
un puente, un gran puente
que no se le ve,
pero que anda sobre su
propia obra manuscrita,
sobre su propia
desconfianza de poderse apropiar
de las sombrillas de las
mujeres embarazadas,
con el embarazo de una
pregunta transportada a lomo de mula
que tiene que realizar la
misión
de convertir o alargar los
jardines en nichos
donde los niños prestan
sus rizos a las olas,
pues las olas son tan
artificíales como el bostezo de Dios,
como el juego de los
dioses,
como la caracola que cubre
la aldea
con una voz rodadora de
dados,
de quinquenios, y de
animales que pasan
por el puente con la
última lámpara
de seguridad de Edison. La
lámpara, felizmente,
revienta, y en el reverso
de la cara del obrero,
me entretengo en colocar
alfileres,
pues era uno de mis amigos
más hermosos,
a quien yo en secreto
envidiaba.
Un puente, un gran puente
que no se le ve,
un puente que transportaba
borrachos
que decían que se tenían
que nutrir de cemento,
mientras el pobre cemento
con alma de león,
ofrecía sus riquezas de
miniaturista,
pues, sabed, los jueves,
los puentes
se entretienen en pasar a
los reyes destronados,
que no han podido olvidar
su última partida de ajedrez,
jugada entre un lebrel de
microcefalia reiterada
y una gran pared que se
desmorona,
como el esqueleto de una
vaca
visto a través de un
tragaluz geométrico y mediterráneo.
Conducido por cifras astronómicas
de hormigas
y por un camello de humo,
tiene que pasar ahora el puente,
un gran tiburón de plata,
en verdad son tan sólo
tres millones de hormigas
que en un gran esfuerzo
que las ha herniado,
pasan el tiburón de plata,
a medianoche,
por el puente, como si
fuese otro rey destronado.
Un puente, un gran puente,
pero he ahí que no se le
ve,
sus armaduras de color de
miel, pueden ser las vísperas sicilianas
pintadas en un diminuto
cartel,
pintadas también con gran
estruendo del agua,
cuando todo termina en
plata salada
que tenemos que recorrer a
pesar de los ejércitos
hinchados y silenciosos
que han sitiado la ciudad sin silencio,
porque saben que yo estoy
allí,
y paseo y veo mi cabeza
golpeada,
y los escuadrones
inmutables exclaman:
es un tambor batiente,
perdimos la bandera
favorita de mi novia,
esta noche quiero quedarme
dormido agujereando las sábanas.
El gran puente el asunto
de mi cabeza
y los redobles que se van
acercando a mi morada,
después no sé lo que pasó,
pero ahora es medianoche,
y estoy atravesando lo que
mi corazón siente como un gran puente.
Pero las espaldas del gran
puente no pueden oír lo que yo digo:
que yo nunca pude tener
hambre,
porque desde que me quedé
ciego
he puesto en el centro de
mi alcoba
un gran tiburón de plata,
al que arranco
minuciosamente fragmentos
que moldeo en forma de
flauta
que la lluvia divierte,
define y acorrala.
Pero mi nostalgia es
infinita,
porque ese alimento dura
una recia eternidad,
y es posible que sólo el
hambre y el celo
puedan reemplazar el gran
tiburón de plata,
que yo he colocado en el
centro de mi alcoba.
Pero ni el hambre ni el
celo ni ese animal
favorito de Lautréamont
han de pasar solos y vanidosos
por el gran puente, pues
los chivos de regia estirpe helénica
mostraron en la última
exposición internacional
su colección de flautas,
de las que todavía queda hoy un eco
en la nostálgica mañana
velera, cuando el pecho de mar
abre una pequeña funda
verde y repasa su muestrario
de pipas, donde se han
quemado tantos murciélagos.
Las rosas carolingias
crecidas al borde de una varilla irregular.
El cono de agua que las
mulas enterradas en mi jardín
abren en la cuarta parte
de la medianoche
que el puente quiere hacer
su pertenencia exquisita.
Las manecillas de ídolos
viejos, el ajenjo mezclado con el rapto
de las aves más altas, que
reblandecen la parte del puente
que se apoya sobre el
cemento aguado, casi medusario.
Pero ahora es necesario
para salvar la cabeza
que los instrumentos
metálicos puedan aturdirse espejando
el peligro de la saliva
trocada en marisco barnizado
por el ácido de los besos
indisculpables
que la mañana resbala a
nuevo monedero.
¿Acaso el puente al girar
sólo envuelve
al muérdago de mansedumbre
olivacea,
o al torno de giba y
violín arañado
que raspa el costado del
puente goteando?
Y ni la gota matinal puede
trocar
la carne rosada del
memorioso molusco
en la aspillera dental del
marisco barnizado.
Un gran puente, desatado
puente
que acurruca las aguas
hirvientes
y el sueño le embiste
blanda la carne
y el extremo de lunas no
esperadas suena hasta el fin las sirenas
que escurren su nueva
inclinación costillera.
Un puente, un gran puente,
no se le ve.
sus aguas hirvientes,
congeladas,
rebotan contra la última
pared defensiva
y raptan la testa y la
única voz
vuelve a pasar el puente,
como el rey ciego
que ignora que ha sido
destronado
y muere cosido suavemente
a la fidelidad nocturna.
José Lezama Lima (Cuba, La Habana, 1912-1976)