Muerte Confidente, Alejandro Nicotra de Desnuda Musa (1988)
I. El alba
El sol que ha muerto
y resucita,
toca un cuerpo, la nube
recostada en el cielo vacio,
más allá de la última nieve
de las cimas de agosto,
más allá de los restos de noche
que rasgan sus dominios,
y tú esperas, con el álamo en sombra,
el rayo que repta en la hierba,
el calor por tu pie.
Fruto del hielo, estas distancias.
—¿Nadie
lo prueba?—.
Pero yo muerdo en su carne sin nombre
perdiéndome —y hallándote,
disueltos en el solo sabor.
Cae una hoja y otra hoja
y el valle, una vez más, es transparencia,
lugar de las apariciones:
no el haz de sol,
tu frente es la que lleva la corona de árboles,
la lumbre de la cima
—piedra azul—
(Mujer, seno de marzo:
con el grito de un pájaro,
se abisma el tiempo)
y no el agua,
mi muerte es quien sonríe
en la hierba, a tu pie.
¡Vértigo de rota luz!
Un pájaro grita
en la grieta el adiós—
como si el cielo fuera a huir...
Y sola, cada nube se cierra
sobre sí misma.
Desierta luz, más allá del crepúsculo,
la luna es ahora tu máscara:
la luna quieta en el aire de enero,
un mes de adiós y nacimiento.
Como un cántaro, el cielo se llena de la hora
sombría: agua de muerte,
espejo.
(¿Pero quién para siempre —último párpado—
en esa agua se mira?)
Sola tu imagen, cada vez más desnuda,
flota ahí sin destino.
Astros, corona santa
hecha toda de dispersión enorme—
pues un huir y otro huir se equilibran,
sobre tu cabeza resplandece intacta
al fondo de la noche.
VII. Soplo
Vuelve la blanca cima a instalarse en el cielo
y el aire de la desaparición
acerca toda lejanía:
no eres el sueño, eres la tierra,
cuerpo tendido hacia sus montes;
la hoja muerta que te besa los pies
es igual a mi boca:
sólo un susurro,
bajo el leve parpadeo del día,
te reconoce.