Nadie recuerda con certeza la forma que tenían los senos de la luna la noche en que engendraron a la maga,
pero sí que lloraron las diamelas
y en el fondo del huerto aullaron los olivos.
Nadie pensó en los días subsiguientes
-los breves horizontes, las pupilas al borde de la lágrima, el alma en cabestrillo-
cuando las amapolas encendieron fogatas en la angustia
y la voz de la alondra profetizó infortunio desde lo alto del fresno herido fatalmente por colmillos de nácar.
Porque ese eclipse andaban las ortigas batiendo sus membranas, sus verdes asperezas junto a los muros rotos del levante.
Y andaban negros lobos mordiendo con sus fauces los flancos de septiembre.
Y palabras agudas salmodiaban promesas.
Y ni siquiera los racimos yermos osaron merodear entre los vaticinios.
Porque nadie supuso que esa audacia, la maga estallaría en medio de su nombre, obstinada, compleja, aferrada a la trama del destino.
Y aunque tensó su expulso la mandrágora,
el desconsuelo quebrantó cerrojos con arietes de sangre,
afilados conjuros rasgaron en jirones las ausencias o exorcizaron densas telarañas
y viscosos embates de murciélagos buscaron derribar toda inocencia nacida en el fragor de la batalla,
nada pudo con su empecinamiento.
Así, cuando los dioses comprendieron su avidez de misterio,
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decidieron parirla mariposa y abandonarla entre los lirios o el plantío de hortensias,
para que errara en las profundas soledades sobremuriendo a todos los naufragios
hasta que una nostalgia,
el ojo de los cielos la encontrara vagando a la orilla de robles que ninguno podría talar de su memoria
porque aún no habían sido gestadas las semillas.
Condenada a la vida por haber perpetrado los desvelos,
el absurdo pecado de evocar cada rostro antes de que lo hubieran pronunciado en el idioma de los pájaros;
a aderezar con elixir de almendras y nueces cosechadas en el principio de la bruma
todas y cada una de las breves historias que los príncipes elfos habrán de devorar cuando regrese la edad de la alegría.
Aunque nadie recuerde con certeza la forma de la luna la noche en que los dioses la engendraron,
en el preciso instante en que se desnudaron las diamelas
y aullaron los olivos desde el fondo del tiempo.
Norma Segades, Santa Fé, Argentina