y en Achala,
una invasión oscura de zorzales
se adhirió al camino
entre las piedras;
y sus silbos, sirenas de la tarde,
anunciaban la premura de la muerte.
Continuamos aún por la quebradas
de la montaña azul
y el propio canto,
prisionero tenaz de nuestra sombra,
nos guiaba en vértigos de polvo
hacia el abismo azul, en donde mueren
los pájaros que cantan.
Encontramos los cerros de cadáveres,
de plumas que eran alas,
de picos que eran canto,
de ojos que eran dueños de todas las edades
de los cielos.
Nos hallamos rezando por los muertos con alas.
Pero todo fue inútil.
Había muerto el canto.
Jorge Najle, de El fuego todavía, Ediciones Tierradentro 1985