Es la hora sin prisa del estío.
Un viejo arado sobre el labradío
improvisa un atril para la orquesta
que el bullicio sin par de la floresta
llevó, de árbol en árbol, al bajío.
Sobre un recodo verdeante y umbrío
el mísero ganado se recuesta.
Ni una piadosa nube hay por el cielo.
Arden los pastos, hierve el arroyuelo
y el caserío grita un insolente
fulgor de cinc. Letargo inquebrantable.
Y, lento, el sol se impone, omniluciente,
como un rojo bostezo interminable.
GERARDO MOLINA, Canelones, Uruguay.